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Semejante a la ruina

Por Victor Diaz Sarret

 

Las distintas definiciones de ruina parecen implicar dos ideas generales, relacionadas entre sí, por supuesto, pero con un cierto grado de independencia: a) la ruina como decadencia de la moral y el comportamiento, como fracaso financiero y como infortunio o gran pesar; b) la ruina como resto, como residuo material de una existencia pasada, como cadáver. En otras palabras, la ruina pareciera poseer dos caras, una con la forma del descenso y del rodar cuesta abajo, mientras la otra se muestra estática, inmóvil por la ausencia de vida, detenida en el presente como recordatorio de un pasado.

 

Personalmente, al observar la propuesta de Gabler, no puedo eludir remitirme a la noción de ruina como símil de una huella y por tanto de la detención, tal como la concebiría W. Benjamin en el siglo pasado, pues en ambos casos es el cariz cadavérico de lo arquitectónico el utilizado para la construcción de una idea sobre nuestras relaciones con el entorno. O mejor dicho, en ambos casos la potencia de la imagen —literaria en Benjamin, visual en Gabler— radica en aquel estímulo dotado por la existencia de algo que pereció, es decir, que dejó de existir.

Esa propiedad de lo remanente —aquella que le permite existir como, y valga la redundancia, dejo de una existencia pasada—  parece perturbar nuestras relaciones con el presente, marcando cual tilde la presencia de un mundo acabado, arruinado. La huella denota el paso de una presencia ya ausente pues, sin ser aquella presencia como tal, igualmente la ilustra, igualmente es su semejante.

 

En la obra de Gabler, sin embargo, se presenta una paradoja, en la cual radica la magnitud de la imagen por ella planteada, a saber, la elaboración de puntales —cuya finalidad arquitectónica es la de sostener estructuras a punto de colapsar— para unos muros que no lo requieren. Más aún, los puntales elaborados por la artista son meramente decorativos, ejerciendo nula presión sobre la estructura y, consecuentemente, realizados con una forma similar a los pilares de la sala de la Galería Bech, poseyendo estos últimos, obviamente, una indispensable función para el lugar. 

 

En ese sentido, la incorporación de esos soportes a modo de maquillaje acaban por arruinar la sala de exhibición, fijándola provisoriamente al instante de su muerte. El entorno no colapsa, mas se detiene; no decae, sino que queda estático. Así, la figura del inútil puntal adquiere prestancia frente a la utilidad del pilar, inclusive sobrepasado éste por la numerosa cantidad de diagonales que saturan el espacio, hitos de mortandad que, cuales lápidas, disponen toda una escenografía referida a la necrópolis.

 

Por supuesto, aquella estimulante imagen podría paulatinamente conducirnos a nociones relativas a la manida idea sobre la muerte del arte, o bien sobre la contingencia económica y política de las salas de exhibición nacionales; frente a ello, quisiera convocar a la cautela, pues de un tiempo a esta parte la obra de Gabler ha trabajado con insistencia la figura del colapso en los objetos cotidianos —prácticamente tornando “infamiliar” lo habitual, en un sentido freudiano— y con ello articulando nuevas relaciones con operaciones escultóricas, pictóricas y cercanas a la intervención e instalación. En otras palabras, tengo la impresión de que en esta obra lo importante no es lo que ha fallecido, sino sencillamente que todo perece; o mejor dicho, es la imagen arruinada en general, en cuanto momento material presente de un pasado, la que atañe a esta materia dispuesta en la galería. La irrupción en el presente de una presencia que existe como eco y el maquillaje de soporte que nada sostiene, son las paradojas insolubles que la obra expele, productivamente, como una incomodidad.         

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