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La “sala de Klein” de María Gabler

Sergio Rojas

 

“Sin saber cómo, me había dejado embotellar 

y estaba flotando 

simultáneamente por los adentros y las afueras 

de la Botella de Klein, 

botella que no tiene ni afueras ni adentros”

 

E. Anderson Imbert: La botella de Klein (1975)

 

Es habitual que una galería de arte opere, en cada caso, no solo como el espacio de custodia y exhibición de arte, sino también como marco de recomendación de las obras que en su interior comparecen. Estas, albergadas por la institución artística, y ya por el hecho de haber llegado hasta allí, parecen señalar implícitamente las credenciales que anticipan su valor para el espectador que visita la muestra. Pues bien, en “La Galería” la artista María Gabler ha invertido el sentido de esta operación: ahora es en cierto modo el arte –más precisamente la idea de arte y su voluntad de contemporaneidad– lo que actúa como aparato de recomendación y lectura de la galería en la concreta materialidad de su espacio.  

En obras anteriores, la artista ya venía trabajando directamente sobre los espacios de exhibición artística. En “Ruina” (Galería Bech, 2011), interviene la sala mediante pilares que, dispuestos diagonalmente entre el piso y los muros, cancelan la condición de Galería de ese lugar, haciendo en cambio explícito su carácter de pasaje de tránsito desde la puerta de entrada hacia oficinas ubicadas en el segundo piso. En “Fachada” (Cancha SCL, 2014), abre una parte del cielo de la sala relacionando esta con la casa patrimonial de la que forma parte. En “Mirador” (Galería Tajamar, 2015), construye una réplica exacta de la galería, a cuyo interior no es posible ingresar, sino solo observar a través de un ventanal que comunica ambos espacios: la galería y su copia. En “Ciudad H” (Matucana 100, 2015), dispone en el interior de la sala una escalera que conduce en ascenso hacia una imagen panorámica que muestra, en la penumbra de su incómoda ubicación, el paisaje exterior que se vería si pudiera accederse al exterior. Más recientemente, en “Molten Capital” (MAC Quinta Normal, 2017), da a ver en una pantalla de TV el espacio que existe oculto sobre un cielo falso, generando una relación de tensión entre dos regímenes del lugar: lo accesible y observable y lo que permanece inaccesible, sugiriendo en ello un doblez que sería acaso inherente a todo espacio habitable.

El sentido esencial de un espacio de arte es dar (un) lugar a las obras. En “La Galería” la artista reflexiona esta función poniendo a la Sala de Arte CCU en relación consigo misma. Es preciso señalar que no se trata de transformar este espacio en una “obra”, sino de reflexionarlo material y conceptualmente. Aquí el espacio se pliega sobre sí mismo: el espectador ingresa en el pasillo que lo conducirá hacia la sala, pero ese recorrido ya acontece dentro de la sala, porque el pasillo ha sido construido dentro de esta. Entonces, habiendo ya ingresado el visitante en la galería, no terminará de entrar en esta mientras esté aún recorriendo el camino hasta la “salida”, la que se espera sea precisamente en el interior de la sala. Al cabo de este camino, el visitante se encuentra ante la sala, pero para ello ha sido necesario generar la condición para una distancia contemplativa; es decir, ha sido requisito que el espectador no esté del todo “en” la sala. ¿Cómo ingresar en este espacio sin llegar a terminar del todo dentro de este?  

Esta instalación de María Gabler no es una obra interactiva ni relacional, tampoco pretende disponer al visitante en la condición de un “performer”. El proyecto “La Galería” es ante todo un concepto –el de espacio de exhibición artística– expuesto en su interna complejidad. Desde un principio se impuso para ser pensado en el desarrollo de este proyecto la anónima condición que, se supone, es propia de un espacio artístico. En cierto sentido, este siempre “desaparece” en cada exposición. Sin embargo, es precisamente la arquitectónica pre-dada del espacio la que resuelve de antemano aspectos decisivos tales como la distribución de las piezas artísticas, las posibilidades de recorrido por parte de los espectadores, las distancias y ángulos de perspectiva desde donde estos contemplan las obras, incluso las relaciones posibles entre los mismos visitantes que azarosa o protocolarmente se encuentran en cada ocasión. La artista hace emerger entonces el espacio de la sala, que por lo general permanece silencioso e invisible, como soporte neutro de las obras de arte. ¿Pertenece ese espacio al mundo del arte o es más bien una suerte de interna exterioridad? La idea aquí no es que el espacio abandone su habitual condición de soporte, sino que permaneciendo en su regular orden de disponibilidad llegue a acontecer en la sala. El proyecto se propone justamente reflexionar esta cuestión, haciendo ingresar el espacio en la galería. Pero, ¿cómo podría un espacio llegar a contenerse a sí mismo sin desparecer simplemente en ello, como en un ejercicio de ingenua tautología objetual? 

En el campo de la lógica y de la teoría de conjuntos nos encontramos con problemas del tipo: ¿se contiene a sí mismo el conjunto de todos los conjuntos?; o la famosa “paradoja de Russell”: ¿se contiene a sí mismo el conjunto de los conjuntos que no forman parte de sí mismos? Acaso el antecedente más cercano al presente proyecto sea la figura conocida como “botella de Klein”. Esta fue ideada por el matemático alemán Félix Klein, quien la describe por primera vez en 1882 como expresión de sus estudios sobre las geometrías denominadas no euclídeas. Producto de la construcción geométrica de la “botella de Klein”, vemos un extraño volumen en el que uno de sus extremos se introduce en el propio cuerpo (al parecer el nombre original fue “superficie de Klein”). Las representaciones de esta figura son engañosas, pues habitualmente la percibimos en un espacio tridimensional, pero en verdad corresponde a un espacio bastante más complejo de cuatro dimensiones. En sentido estricto, la “botella de Klein” no tiene interior ni exterior: se ha cancelado la diferencia misma entre uno y otro. Ahora bien, ¿cómo se relacionaría esta figura con “La Galería” de María Gabler? Pues, en el hecho de que, reflexionando la relación entre exterior e interior, plegando la diferencia sobre sí misma, pone en cuestión los parámetros habituales de nuestra intuición espacio temporal. En la instalación el visitante no llega a ingresar en el espacio por el solo hecho de haber ya accedido físicamente a la sala, pues en cierto sentido el acceso ha sido desplazado, o más precisamente: aplazado, prolongado. Para que el visitante llegara a ser espectador de la sala en su anónima disponibilidad, esta debía relacionarse estructuralmente consigo misma, este espacio debía, pues, de alguna manera, ingresar en su propio cuerpo. Es el efecto que aquí he denominado “la sala Klein de María Gabler”, en que aquella cuarta dimensión viene a ser, en cierto modo, la propia subjetividad del visitante.

Para resolver el problema planteado, el trabajo de la artista no consistirá en modificar este espacio hasta llegar a cargarlo de sentido, por ejemplo, haciendo referencia a su “memoria” (transformando en lugar un no-lugar, según la conocida distinción de Marc Augé), sino de hacer emerger el espacio tal como este es. No hay entonces ningún recurso efectista ni simulacro. Incluso la iluminación permanece la misma, renunciando así al seductor y fácil recurso de producir una ilusión escénica. El visitante, al cabo de su recorrido por el pasillo en elevación, llega a la soberana posición de espectador sobre la sala, a una altura de dos metros desde el nivel del suelo. En cierto sentido, ha ingresado en el espacio de la galería, pero no para recorrerlo despreocupadamente, sino para observar lo que nunca había visto: la sala misma. Puede ver incluso el cuerpo de la estructura que ha recorrido hasta el mirador en el que ahora se encuentra.  

No resulta descaminado ensayar una comprensión de “La Galería” considerando lo medular de esta instalación como siendo una especie de ready-made. Como se sabe, según señaló mucho después el propio Duchamp, la elección de estos objetos le era dictada a este por una “completa anestesia”, para luego trasladarlos hacia espacios de arte, trayéndolos desde determinados contextos en los que, a partir de su inercial uso y función, se habían vaciado de todo sentido y viso estético. El artista francés reflexionaba de este modo el poder performativo de los espacios de la institución artística, dispuestos para cargar inercialmente de sentido cualquier cosa que en su autorizado interior se exhibiera. Pues bien, la pregunta con relación a esto desde “La Galería” sería hipotéticamente la siguiente: ¿puede un espacio artístico recomendarse a sí mismo como arte? Por cierto, no es este el motivo explícito que anima a la artista en este proyecto. Ya decíamos que no se trata de hacer del espacio de arte una obra, tampoco una no-obra. Sin embargo, ¿no había en cierto modo desaparecido la galería precisamente en su habitual función como espacio de exhibición de obras de arte? Asistiríamos aquí, entonces, a un tipo de ready-made: un espacio que en su programa de exposiciones ha sido vaciado de sentido por los objetos artísticos que en este comparecen; pero sería más preciso decir que aquello que ha conducido este interior hacia su grado cero de sentido han sido las expectativas de los visitantes, orientados de antemano a encontrar el significado y el placer estético en aquellos prestigiosos signos cifrados que son las obras. En relación con las peripecias del lenguaje y del entendimiento, el espacio de una sala de arte da siempre un paso atrás, desapareciendo más allá del fondo. 

“La Galería” reflexiona aquella expectativa, retardando el momento de su empírica verificación y haciendo al visitante radicalmente autoconsciente de su ingreso en la sala de arte, demorando el momento en que deben comenzar a espejearse entre sí los efectos de la presencia y la representación. Al final del recorrido, detenido su cuerpo en el mirador como en un umbral, solo la mirada del visitante ingresa en la sala. Como sucede con la diferencia entre arte/no arte o interior/exterior, también la diferencia entre el inicio y el fin del recorrido se pliega sobre sí misma. Después, el espectador abandona la sala volviendo sobre sus pasos, en la certeza de haberla contemplado de manera inédita, pero sin estar del todo cierto de haber franqueado la entrada a la galería. 

Decía al inicio de este escrito que todo espacio de arte opera como un inadvertido marco de recomendación de lo que en él se exhibe. Disponiendo un ingreso inusual, “La Galería” de María Gabler conduce al espectador hacia el marco mismo, dejándolo en presencia del espacio que la sala contenía. Después de todo, interior y exterior no refieren una diferencia materialmente objetiva, sino parámetros de orientación que a veces nuestra propia experiencia pone en cuestión.

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